

Discrepar hoy puede ser un riesgo. Una broma, una opinión incómoda o una frase directa basta para ser señalado.
La corrección política, nacida para promover respeto, se ha convertido en un mecanismo de censura social que amenaza la libertad de expresión y empobrece el debate público. Ya no se trata solo de educar; ahora se trata de imponer. El lenguaje se ha convertido en un arma, y el pensamiento en un campo plagado de minas.
Porque el miedo a ser señalado no proviene de una ley, sino de la mirada de los demás o de lo que éstos pensarán sobre lo que uno dice o piensa. De ahí la autocensura que nos obliga a medir cada palabra, cada gesto, cada idea. Redes sociales, universidades, medios de comunicación: todos los espacios exigen un guion aprobado. Y quien se atreve a salir del argumento oficial, se expone a pagar un alto precio. La paradoja es evidente: en nombre de la tolerancia, se impone la intolerancia más rígida.
Pero la corrección política no es un fenómeno aislado: forma parte de lo que hoy se conoce como la batalla cultural, un terreno en el que la izquierda se ha adueñado del relato, imponiendo sus términos y definiendo qué ideas son aceptables y cuáles no. Desde nuestro propio espacio liberal conservador hemos caído en sus trampas. Hemos aceptado sus términos, comprado sus relatos y temido parecer retrógrados, renunciando a nuestra voz y, con ella, al respeto y la confianza de nuestros votantes, perdiendo credibilidad y entregando el relato a quien impone el discurso.
En Sant Cugat lo vemos con claridad. JUNTS, que en su momento representó cierta transversalidad liberal, ha asumido sin matices la narrativa y los argumentos de ERC, su socio en el Gobierno Municipal, en asuntos como el 8M, las políticas identitarias o, más recientemente, en el último pleno, con la aprobación del Plan Local de Juventud y el Plan Director de Economía Social. En lugar de ofrecer una visión propia, ceden al marco ideológico de la izquierda, renunciando a debatir y adoptando, por comodidad o por miedo, las consignas que dictan otros. Es un ejemplo local de lo que ocurre a mayor escala: cuando se abdica de la batalla cultural, se pierde mucho más que una discusión; se pierde el sentido político propio.
Más allá de nuestro municipio, los ejemplos abundan: debates sobre inmigración, educación o la familia, donde aceptamos el marco de la izquierda sin cuestionarlo. Incluso en cuestiones básicas, como la defensa de la libertad de expresión o la defensa de la vida, hemos cedido. Esta complacencia no solo es estratégica: es moralmente errónea. No podemos ganar respetabilidad entregando nuestra narrativa.
Defender la libertad individual, la familia, el mérito y la verdad exige más que gestos tímidos. Exige valentía para decir lo que pensamos, coherencia para confrontar ideas y firmeza para no plegarnos a los argumentos de la izquierda. No basta con resistir. Debemos proponer, convencer y recuperar el terreno cultural que nos pertenece.
El progreso real no se mide en discursos aprobados por el consenso del momento. Se mide en la capacidad de sostener nuestras ideas, de debatir sin miedo y de recuperar la
palabra como instrumento de libertad. Solo así podremos enfrentar la nueva censura y garantizar que la sociedad recuerde que la verdadera libertad no se calla: se defiende.
Y esa es precisamente la tarea que desde el Partido Popular de Sant Cugat nos hemos propuesto. Durante todo este mandato hemos alzado la voz frente a los dogmas ideológicos y las imposiciones disfrazadas de consenso, defendiendo la libertad de expresión, el sentido común y la pluralidad real. Lo hemos hecho siempre con firmeza, pero sin estridencias ni populismo, porque sabemos que la fuerza de nuestras ideas no depende del volumen, sino de su solidez. Lo seguiremos haciendo, con la misma convicción y la misma determinación: porque callar nunca fue una opción.